Contribuciones

Tendremos un rey y seremos como los demás pueblos. “Hazles caso –dijo Yahvé a Samuel– y dales un rey”.
De la boca de Dios proviene esta sátira descarnada de un pueblo que pide a gritos ser gobernado por un rey que no hará cosa mejor que esquilmarlos, expropiarlos y esclavizarlos . Es una radiografía certera y una profecía monitora de la lógica perversa del poder absoluto. En los tres milenios siguientes, cualquiera sea la nomenclatura o fachada del sistema o la retórica documental sobre equilibrio de poderes y derechos ciudadanos, los monarcas han terminado haciendo con su pueblo exactamente lo que Yahvé y Samuel advirtieron que harían. En pleno siglo XXI reclutan forzadamente a los más jóvenes y vigorosos, los separan de sus familias, estudio o trabajo y los mandan a matar o morir por causas que ni comprenden ni comparten, pero que su monarca con mentira asegura son indispensables para el bien nacional. Y en tiempos de paz tanto como en estado de guerra, los hacen trabajar para ese semidiós omnipresente, omnisciente, omnipotente, que bajo pretexto de proveer a todas las necesidades del pueblo le quita, al pueblo, mucho más que el antiguo diezmo del fruto de su trabajo.
La voracidad tributaria e impositiva del monarca no se detiene ante la “inviolabilidad del hogar”, garantía constitucional que se torna ilusoria con una “contribución” expropiatoria, ni ante la categórica, teórica prohibición de imponer por ley “en ningún caso tributos manifiestamente desproporcionados o injustos”. Sabe, el monarca, que los reclamos serán inútiles, juzgados como son por el mismo ente que evalúa y fiscaliza lo que se ha de pagar. Ni le repugna presumir de derecho que el propietario de la casa ha visto aumentar sus ingresos en forma proporcional al recargo de sus impuestos. El rey se ha adentrado en el espacio más sagrado de la libertad, la casa propia. Magro será el consuelo de que “ahora somos como los demás pueblos”.
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