viernes, marzo 03, 2006

Contribuciones

Un milenio antes de Cristo, el pueblo de Israel era gobernado por jueces que Yahvé, único Señor y Rey, suscitaba de acuerdo a las circunstancias. Cuando Samuel, uno de esos jueces, llegó a viejo y sus hijos desempeñaron mal el oficio de su padre, buscando el lucro, aceptando regalos y torciendo el derecho, los ancianos de Israel fueron y le suplicaron : “haznos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones”. A Samuel le disgustó esta petición, pero Yahvé le dijo : “Hazles caso. Porque no te han rechazado a ti, sino a mí, para que yo no reine sobre ellos. Escucha su petición pero adviérteles claramente cuáles serán los fueros del rey que los gobernará”. Obediente Samuel, convocó al pueblo que pedía un rey y les advirtió : “ El rey tomará vuestros hijos y los destinará a sus carros y a sus caballos y tendrán que correr delante de su carro. Los empleará como jefes de mil y jefes de cincuenta; les hará labrar sus campos, segar su cosecha, fabricar sus armas de guerra y los arreos de sus carros. A vuestras hijas las tomará para perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares y se los dará a sus servidores. Tomará el diezmo ( décima parte ) de vuestros cultivos y vuestras viñas para dárselo a sus eunucos y servidores. Tomará vuestros criados y criadas, y vuestros mejores bueyes y asnos y les hará trabajar para él. Sacará el diezmo de vuestros rebaños, y vosotros mismos seréis sus esclavos. Ese día os lamentaréis a causa del rey que os habéis elegido, pero entonces Yahvé no os responderá”. Pero el pueblo no quiso escuchar a Samuel y dijo : “¡No!

Tendremos un rey y seremos como los demás pueblos. “Hazles caso –dijo Yahvé a Samuel– y dales un rey”.

De la boca de Dios proviene esta sátira descarnada de un pueblo que pide a gritos ser gobernado por un rey que no hará cosa mejor que esquilmarlos, expropiarlos y esclavizarlos . Es una radiografía certera y una profecía monitora de la lógica perversa del poder absoluto. En los tres milenios siguientes, cualquiera sea la nomenclatura o fachada del sistema o la retórica documental sobre equilibrio de poderes y derechos ciudadanos, los monarcas han terminado haciendo con su pueblo exactamente lo que Yahvé y Samuel advirtieron que harían. En pleno siglo XXI reclutan forzadamente a los más jóvenes y vigorosos, los separan de sus familias, estudio o trabajo y los mandan a matar o morir por causas que ni comprenden ni comparten, pero que su monarca con mentira asegura son indispensables para el bien nacional. Y en tiempos de paz tanto como en estado de guerra, los hacen trabajar para ese semidiós omnipresente, omnisciente, omnipotente, que bajo pretexto de proveer a todas las necesidades del pueblo le quita, al pueblo, mucho más que el antiguo diezmo del fruto de su trabajo.

La voracidad tributaria e impositiva del monarca no se detiene ante la “inviolabilidad del hogar”, garantía constitucional que se torna ilusoria con una “contribución” expropiatoria, ni ante la categórica, teórica prohibición de imponer por ley “en ningún caso tributos manifiestamente desproporcionados o injustos”. Sabe, el monarca, que los reclamos serán inútiles, juzgados como son por el mismo ente que evalúa y fiscaliza lo que se ha de pagar. Ni le repugna presumir de derecho que el propietario de la casa ha visto aumentar sus ingresos en forma proporcional al recargo de sus impuestos. El rey se ha adentrado en el espacio más sagrado de la libertad, la casa propia. Magro será el consuelo de que “ahora somos como los demás pueblos”.