domingo, marzo 19, 2006

La caída de la casa Usher


“Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza”. Así comienza el cuento “La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe; que, pienso puede tomarse certeramente como un símbolo, ya no de un estado mental o espiritual particular del autor sino como fruto de su visión del mundo.

Un mundo arrojado en la mitad de la nada (la casa), dentro del cual se vive la terrible experiencia de la desintegración (la casa misma, la “muerte” de Madeline y la agonía de Roderick; hechos que implican, además, la desaparición de la familia Usher), pero con una conciencia viva de ello (la “enfermedad” de Roderick), que lo hace todo más terrible.

En este cuento hay una terrible paradoja. Pues así como toda la exacerbación de los sentidos de Roderick remite implacablemente a la destrucción de la casa, a la vuelta a los elementos, a la disolución de cada parte en un todo que terriblemente acabará en nada, al mismo tiempo es precisamente esa hipersensibilidad la que le hace ya no sólo ver sino experimentar su propia debacle y la del entorno. Es un “yo” que posee una sensación extrema de destrucción, pero es esa misma sensación extrema la que le permite percibirla. ¿Todo sería distinto sin esta “capacidad” de Roderick? Es posible. De hecho, los criados de la casa, seres “normales”, y el propio narrador del cuento, no parecen percibir –no al menos al nivel de Roderick- la destrucción que gime la mansión. Así, los sentidos no sólo hacen sufrir los elementos del mundo exterior –la rudeza de las ropas, el brillo de la luz, la tosquedad de los sonidos, lo agraz de los alimentos, lo nauseabundo de los olores-, sino que permiten la sensación de la feroz trizadura de la casa: la feroz trizadura del mundo.

Como sabemos, la casa tiene una inmensa grieta, que la socava desde sus cimientos. Algo que tal vez quedó mal puesto desde el inicio de los tiempos, o que se fue haciendo más y más profundo. Ya lo había advertido el narrador: a pesar de la imperfección de cada pieza, de cada molde de concreto, de cada ladrillo; a pesar de la imperfección con que se habían ensamblado aquellas partes, el todo… funcionaba. Tomada la casa como un mundo, aquella exacerbación o agudización sensorial extrema supone, finalmente, una agudización de la sensación de uno mismo: la conciencia sobre la conciencia pero llevada a límites inauditos. Más que el dolor puntual que algún contacto sensorial le provoque a Roderick, el mayor dolor es el “sentido” que tiene él de ese dolor; pero, sobre todo, de sí mismo: de su propia destrucción y la destrucción del resto a su alrededor. Y, por lo tanto, del más espeluznante “sin sentido”.

El valor del genio consiste en tener y expresar una visión del mundo, sea ésta compartida o no por otros. Una visión del mundo implica una visión del hombre, digamos una antropología que, aunque errada según el caso, poseerá siempre al menos un matiz de verdad, fruto de la honestidad que le dio origen. No otra es la importancia y la categoría de lo que llamamos clásico: ser espejo de humanidad. Y escuela, por lo mismo. Poe ciertamente es un clásico: literatura y vida le fueron lo mismo, y así lo expresó en este cuento, que termina así: “pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher”.