domingo, mayo 28, 2006

La agonia de los Celos



Según Jorge Cerdanov, el adulterio es la forma más convencional de romper las convenciones. En la novela, sirve para descolocar a los protagonistas, probarlos en un mundo en que sus esquemas se disuelven. Jorge Cerdanov podría haber agregado algo sobre la función literaria de los celos, esa otra cara de la medalla del adulterio. Los celos exponen al protagonista a la agonía de la incertidumbre. No saber si es verdad lo que sospecha. Estar invadido por las dudas, ya que su evidencia es siempre incompleta. Dudas agravadas por las alucinaciones de una conciencia sobreexcitada por el dolor. Los celos en la literatura —o en la vida— dramatizan la brecha que hay entre lo poco que un hombre sabe y lo mucho que hay por saber, la agonía que produce esa brecha, y los errores, los malentendidos que provienen de los vanos intentos de cerrarla.

No hay obra literaria que mejor ilustre el efecto devastador de los celos que el Otello de Shakespeare, obra cuya versión operática, de Verdi, dan en el Municipal. La obra explora el destructivo poder que ejerce el conspirador Iago sobre su comandante, Otello, tras lograr que él sospeche de la fidelidad de Desdémona, la mujer con que recién se ha casado.

Las óperas, al ser cantadas, progresan muy lento: para cubrir el terreno, el libretista se ve obligado a simplificar el argumento y acartonar a los personajes. Por eso, quienes conocen a Otello sólo a través de Verdi se sorprenden de que él se deje llevar tan fácilmente por las insinuaciones de Iago, y de que dude, con tan exagerada rapidez e intensidad, de una mujer inocente, que no le ha dado sino el más incondicional amor. Es que la ópera no se detiene en la controversia que ha despertado en Venecia el matrimonio de Otello con Desdémona. Otello es un general advenedizo, de raza negra, y Desdémona es la noble hija de Brabanzio, un prócer de la ciudad. Brabanzio está convencido de que Otello ha violado o, al menos, embrujado a su hija. La velocidad con que Otello es conducido por Iago a la más abyecta paranoia se explica por su inseguridad, la del afuerino que no conoce los códigos en que Desdémona fue criada.

Otello escondido detrás de las columnas para recoger fragmentos de conversación ajena, Otello inducido a la más torpe credulidad por un Iago que lo manipula a su antojo: el héroe de Shakespeare es la encarnación del drama que sufre un hombre abrumado por la ignorancia. Otello es el único que no sabe si Desdémona es inocente. Desde ya, el público lo sabe: Shakespeare despliega todas las artes de la ironía dramática para obligarnos a acompañar al malvado Iago en sus engaños, a ser su cómplice mientras reduce a Otello a la condición de torpe homicida y suicida. Otello se convence de que Desdémona es culpable porque padece esa misteriosa necesidad masoquista del celoso, que Iago explota con maestría: la de querer que su peor sospecha sea confirmada. El celoso no tolera el dolor parcial de la incertidumbre. Exige el dolor total de la certeza.

La última escena de Otello es atroz. Abominable el espectáculo de este negro, cuyo cuerpo es ya demasiado grande para la patética condición de títere a la que Iago lo ha reducido, ahogando a la pura y blanca Desdémona en su propia cama. Felizmente, el complot de Iago es descubierto. El nefasto manipulador trató de matar a demasiados pájaros de un tiro.

Quiso no sólo destruir a Otello, sino también matar a su rival Cassio, y a su amigo Rodrigo, a quien le había sacado dinero. Un caso de ambición que rompe el saco, pero no sin antes haber acabado con vidas inocentes, no sin antes haber violado satánicamente la esencia misma de la inocencia.